Bio
Perseguí la luz desde antes de saber quién era. Todo comenzó el día en que vi a mi padre inclinarse demasiado cerca del lienzo, tan cerca que parecía susurrarle, como si entre los dos se trenzara un secreto antiguo que yo apenas intuía. Esa escena mínima —su barba oscura, la mano firme, los ojos azulísimos perdidos en un punto invisible— me dio la primera certeza de mi vida: la luz no era un accidente, era un destino.
Mi madre, años después, sin pretenderlo, completó la ecuación. Fue ella quien me enseñó a ver, no a fotografiar, sino a ver: esa manera silenciosa de sostener el mundo con los ojos, de encontrar una forma de claridad incluso donde no la hay. Cada vez que levanto la cámara, siento que parte de su mirada se activa en la mía, como una herencia que trabaja en silencio.
Me gradué de Comunicación Social con énfasis en producción editorial en la Pontificia Universidad Javeriana, aunque sospecho que lo esencial no lo aprendí en un aula, sino en la paciencia del oficio. Una cámara prestada abrió el camino: la publicidad, la moda, el retrato editorial, las sesiones con actrices, modelos, deportistas, desconocidos y celebridades que a veces recordaban mi nombre y a veces no. No importa. El oficio nunca ha sido ser recordado: es mirar hasta que duela. Fundé 1209 Picture Factory y Manicomio, quizá porque algunas obsesiones necesitan un techo propio, un territorio donde puedan arder sin pedir permiso.
A lo largo de los años disparé para marcas como Adidas, Red Bull, Huawei y Chevrolet, y para revistas que le dejaron algún espacio en papel a mi obsesión: Arcadia, Semana, Bienestar Sanitas, Bacanika, Directo Bogotá. Y un día, casi como quien encuentra un libro intacto en medio del papel viejo, llegó la fotografía que me condujo al Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar: un incendio en los cerros orientales de Bogotá, una escena donde la luz ardía con la misma voracidad con la que desaparecían los árboles, donde cada chispazo era una sílaba de un lenguaje que nunca terminé de comprender. Esa foto no la hice yo: me atravesó. No busqué ese premio; fue la luz la que decidió que, por una vez, yo debía llevar su nombre.
Sigo fotografiando porque no sé hacer otra cosa, porque cada disparo es una forma de asomarme a la lección que todavía no termino de aprender: que la luz no se captura, se sospecha, se intuye, se espera. Y si uno tiene suerte —mucha suerte— alguna vez se deja tocar.